Cumpliéndose hoy el 101 aniversario del natalicio de mi padre, reproduciré con algunas adaptaciones uno de los numerales de la memoria titulada Crónica del Abuelito, la cual escribí hace 15 años a mi padre para celebrarle su 86 cumpleaños.
La siguiente narración de la vida de Rafael Agapito Palacios Sánchez (“el Abuelito”) tiene como propósito recuperar la memoria familiar desde sus orígenes, para destacar los valores, trabajos y realizaciones del protagonista, dar testimonio y rendir un homenaje en vida a lo que él representa para toda la familia, sus parientes, allegados y amigos, con los cuales ha interactuado a través de su existencia.
Quien la escribe, su hijo Rafael, acudió principalmente a los recuerdos que aún persisten en su memoria, a fotografías de los álbumes familiares que evocan momentos de grata recordación, a charlas con nuestro personaje, a recuerdos de los demás hijos, y testimonios de parte de otros familiares y amigos.
Reconstruir fielmente una vida tan llena de experiencias, vivencias, peripecias, sinsabores, momentos alegres y de grandes satisfacciones, no es tarea fácil. De antemano el autor de estas letras pide disculpas por omisiones de detalles importantes que haya pasado por alto, y de pronto por apreciaciones y juicios de valor que inconscientemente haya emitido, cuya responsabilidad recaen únicamente en él.
No es mucha la información que tenemos los hijos acerca de la primera edad del Abuelito: sabemos que sus padres fueron Rafael Palacios e Ildefonsa Sánchez, ambos oriundos de Chocontá, Cundinamarca. Se establecieron en Saucío, vereda de dicho municipio, y de ese matrimonio nacieron cuatro hijos: Pedro Alejandrino, Cruz, Felisa, y Rafael Agapito, a quien en adelante llamaremos “el Abuelito” como cariñosamente le decimos, tanto hijos como yernos, nueras, nietos y bisnietos.
El Abuelito nació el 24 de Marzo de 1919. Su primera vivienda aún se conserva, aunque reformada, y es parte del patrimonio familiar. El hogar y su modo de vida eran netamente campesinos, en un ambiente sano y de vida sencilla, de trabajo arduo y obediencia a la voluntad paterna, y de valores y principios católicos arraigados.
En la siguiente foto tomada en 1998, se aprecia el estado actual de la casa donde nació el Abuelito, que aunque había sido vendida, él la adquirió muchos años más tarde para conservarla como un tesoro sentimental.
En el paisaje sobresale una montaña a la cual solía subir el Abuelito de niño, con su perro, mascota fiel. Como hoy en día se observa, después de transcurridos ochenta y seis años, son pocas las viviendas alrededor, algunas de las cuales pertenecen todavía a familiares o conocidos de esa época. En la foto que sigue, tomada recientemente, se aprecia la montaña que se ve desde la casa paterna.
Cuenta el Abuelito que Saucío fue un punto importante, por ser el cruce de varios caminos rurales que conducían a Chocontá, Tunja, y el Valle de Tenza, y era también punto acostumbrado de descanso y provisión para promeseros que iban a visitar a la Virgen del Amparo en Chinavita, Boyacá.
Las ocupaciones de su niñez y adolescencia eran básicamente ayudar a sus padres en los menesteres hogareños y del campo, y en los mandados que se ofrecían en el pueblo cuando no era día de hacer mercado (domingo), día en que todos iban al pueblo para asistir a misa. En tales ocasiones lo que más temía era que le salieran al encuentro los perros de la hacienda que quedaba a mitad de camino.
En el pueblo vivían otros familiares, entre ellos la tía María, hermana de su papá, y sus hijas Encarnación y Elvira. La tía María tenía un contrato con la estación del ferrocarril para surtir de empanadas, almojábanas, y otras viandas, los trenes y los pasajeros que paraban en Chocontá. Por la actividad económica que realizaban, ésta era una casa de abundancia, razón por la cual a Rafael le gustaba ir, no solo por las delicias que allí probaba, sino también por el cariño que le prodigaban su tía y sus primas que para esa época eran ya señoritas.
Aproximadamente a finales de los años 20s se construyó el Ferrocarril del Nordeste, que atravesaba la finca paterna, y llevaba carga y pasajeros entre Suesca y Chocontá, y de allí hacia Sogamoso, y hacia Bogotá. También se conectaba con Nemocón. Tal vez el hecho de verlo pasar todos los días muy cerca de su casa, además de que era el principal medio de transporte de esa época, y el prestigio que tenían en ese entonces los ferroviarios, lo motivarían luego a tomar esta profesión.
Durante los años 50s y comienzos de los 60s Saucío tuvo un gran florecimiento por el proyecto de los silos que construyó la Licorera de Cundinamarca para almacenar y procesar Papa, aprovechando que éste era el principal producto del municipio y los alrededores, y previniendo las grandes fluctuaciones en el precio de la papa, debidas a las variaciones climatológicas y el consiguiente resultado en las cosechas, las cuales determinaban la oferta.
La vivienda más reciente es tal vez la construída por el Abuelito hace más de 40 años para establecer allí una cooperativa que sirviera a los intereses de la comunidad. La Cooperativa se fundó con las contribuciones y acciones de los vecinos, para suplir las necesidades de los socios y de los habitantes de la región. Esta resultó muy exitosa en sus primeros años, cuando la gerenciaba el señor Pablo Torres, quien fue uno de sus gestores, y quien también vivía en la región. Desafortunadamente la cooperativa se acabó.
El Abuelito solía contarle a los hijos mayores acerca de su primer empleo en el Ferrocarril, el cual era de un arduo trabajo como fogonero, pero que él realizaba a conciencia y con gusto, lo cual le sirvió para ganarse la confianza y el respeto de sus compañeros y jefes, hasta permitirle ejercer prácticamente al puesto de maquinista. Esta experiencia también le sirvió como escuela de mecánica, de organización, y de responsabilidad.
Esta foto tomada muchos años después de haber trabajado en el ferrocarril, muestra al Abuelito al pie de una máquina, al llegar a Nemocón en un paseo familiar, con Mamá, Gloria Esther, Esperanza, Daniel, Sandra, Gloria Stella, y Angela.
Tuvo allí grandes amigos, que mantuvo durante muchos años después de retirarse de la empresa: Carlos Navarro, José Querubín Malagón, y Aragón. Con ellos compartió además de sus duras faenas, también piquetes y tomatas interminables, que luego daban para recordar chistosas anécdotas.
Por los azares del destino, el Abuelito fue asignado al campamento de Suesca, en la vereda de Cacicazgo, al pie de las famosas Rocas de Suesca. Alli muy cerca vivía la familia Cortés Guáqueta, compuesta por nueve hermanos: Marcelino, María Ascensión, Procesa, Dolores, Helena, Abelardo, Nieves, Benedicta, e Hipólito. Benedicta y Abelardo vivían con su madre, Juanita Guáqueta, viuda de Apolinar Cortés, en una casa al pie de la loma que conduce luego a la cima de las Rocas de Suesca. Estando Abelardo trabajando en las minas de carbón, se le ocurrió la idea de “ponerle la trampa al centavo” instalando una tienda en una casa que había construido sobre la carretera que comunica con el centro del municipio, al pie del puente sobre el río Bogotá.
Este era un paso obligado para quienes iban o venían del poblado, a pie o en carro, así como también para quienes viajaban en tren y hacían un pare en la estación del municipio. Cerca había también varias casas donde vivían algunos de los hijos casados, con sus respectivas familias: Además esta actividad representaría un ingreso adicional para el hogar, pues la actividad principal de Juana había sido la agricultura, con la cual pudo sostener a sus nueve hijos. Para esa época los hijos mayores ya habían dejado la casa, y Abelardo era la cabeza del hogar; él derivaba sus ingresos trabajando en las minas de carbón.de Silesia, vereda de Suesca.
Benedicta era quien atendía en la tienda, apoyada por su sobrina Inés, hija de Marcelino, quien vivía con ellos. Vendían allí comestibles, así como también cerveza, la cual era artículo de primera necesidad para quienes trabajaban en el ferrocarril. Fue allí donde se conocieron Rafael Agapito y Benedicta. Esto fue a mediados de 1945. Inicialmente Benedicta pensó que las frecuentes visitas del Abuelito a la tienda se debían a un interés de él por Inés, pues ella consideraba que ya se quedaría soltera (tenía 30 años), y por esa razón se interesaba más en los asuntos de la Iglesia. Allí Benedicta colaboraba con un grupo de señoras y amigas en los arreglos del templo, y en la preparación de los eventos religiosos de la Parroquia.
Después de un noviazgo de nueve meses, se casaron Rafael Agapito y Benedicta en la Parroquia de Suesca, el 27 de Abril de 1946. Fueron sus padrinos Eliécer Bueno y su esposa. Fueron a Luna de Miel a Buenaventura, aprovechando que el tren iba hasta allá y no les costaban los pasajes. Al regresar se instalaron en la casa de El Puente, donde también funcionaba la tienda. Rafael siguió trabajando en el ferrocarril, y Benedicta encargada de la casa, del cuidado de su madre, y de la tienda.
En esa época Benedicta se proponía recuperar una herencia que le había dejado el abuelo materno cuando ella estaba recién nacida, pero que por necesidad e ignorancia, habían vendido sus padres a unos empresarios antioqueños ya curtidos en el negocio de las minas de carbón. Su hermano Abelardo le aconsejó y apoyó para que pusieran un abogado y reclamaran dicha herencia mediante litigio. Nos contaba Mamá que cuando su abuelo estaba ya moribundo, y ella aún siendo una bebita, quería heredarle la finca a ella, pero la mamá de su prima Ana Vicenta, queriendo confundir decía “si oyen que es para Anita...”, pero el consciente aún rectificaba, “nó, para Benedicta”.
Al año siguiente empezaron a llegar los hijos a esta pareja. Primero fue un niño, el 5 de Marzo de 1947, a quien pusieron por nombre Luis Felipe en honor al abogado que defendía la reclamación de la herencia de Mamá, el Dr. Luis Felipe Latorre. Aunque en aquella época se acostumbraba poner el nombre del padre al primer hijo varón, Benedicta tenía el temor de que de pronto se moría, pues también existía ese agüero.
Al año siguiente Benedicta estaba esperando su segundo hijo, cuando se presentó un acontecimiento que repercutió enormemente en la vida nacional: el asesinato del candidato presidencial Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de Abril de 1948. Rafael estaba trabajando ese día como de costumbre en el ferrocarril, pero la revolución que se armó como consecuencia de dicho asesinato sacudió a todo el país, y produjo enfrentamientos entre el Ejército, y la Policía. Afortunadamente el Ejército tomó control de las vías férreas y protegió al personal ferroviario, lo cual salvó la vida del Abuelito, ya que se venían presentando tiroteos indiscriminados por parte de fuerzas revolucionarias.
El segundo hijo también fue un niño, quien nació el 5 de Octubre de 1948, y se le puso el nombre del padre, Rafael (autor de la presente crónica), pues ya el agüero no aplicaba. Cuando el Abuelito fue a pedir permiso en el Ferrocarril para atender a Benedicta, se lo negaron, aduciendo que eso era asunto de mujeres. Cuando llegó a casa el Abuelito esa noche del trabajo, ya el niño había nacido, y al verlo morenito dijo que parecía un cucarroncito, como decía Patarroyo (un conductor de la Mina), acerca de sus hijos. Por ésto le llamaban también “Cuco”.
En esta misma casa de El Puente, nació la primera hija un año después, a quien se llamó María Benedicta. De ella no tenemos mayores recuerdos, pues murió muy pequeñita (menos de dos años), y no quedaron sino unas pocos fotos en las que ella aparece. Era bien bonita, y de ojos grandes. Su muerte se debió a una acidosis, según decía Mamá cuando le preguntábamos, pero los pormenores de su enfermedad no los recuerda el autor, pues estaba muy pequeño.
Como se mencionó en el numeral anterior, cerca de la casa de “El Puente” donde vivían Rafael y Benedicta, vivían otras tías y primos. Tal vez con la que más se tenía relación en esa época, era con la tía Lola, quien acostumbraba prepararnos piquetes con papas chiquiticas, en una olla también chiquita. Así le daba gusto a Felipe su sobrino preferido, a quien llamaba “Luicito”. La tía Lola vivía en una casa cercana con su esposo, Alfonso Castro, quien vino de Marmato, Antioquia, en el apogeo que tuvieron las minas de carbón en Suesca. Sus hijos fueron: Guillermo, Carlos, Jorge, Anunciación, Rosalba, Raúl, e Ignacio.
La tía María Ascención (“Maruja”) también vivía cerca, con sus hijos: Ricardo, Carmen (“Melita”), Aristides (“Tilito”), y Fanny. Ella había quedado viuda varios años atrás, y había trabajado en una hacienda cercana. Su esposo se llamaba Aristides Mestizo. La tía Helena también vivía allí con su esposo Teófilo, oriundo de Pasto, quien murió accidentalmente en una vertical de las minas años mas tarde. Sus hijos fueron: Teófilo, Julio, Yolanda, María Helena, Clara, Luz, y Enriqueta. Y la Tía Nieves también vivía en esa área, con su esposo José Sosa, y sus hijos Marina, Héctor (“Chato”), Ligia, Jaime, Miguel, y Consuelo.
El tío Marcelino (“Marcito”) vivía también allí, en una pieza de la casa de su hermana María. Además de Inesita, tenía otro hijo, llamado Carlos, pero él vivía con su mamá. No tuvimos mayor interacción con la madre de Carlos, más si con él. Lamentablemente fue asesinado en un bus, siendo aún muy joven, por un pasajero ofuscado porque se había dormido y cabeceaba sobre él. El tío Marcito acostumbraba madrugar, e ir a rezarle a la Virgen en su monumento de las Rocas de Suesca, y al pasar por junto a la ventana de la habitación de la tía Lola, le golpeaba diciendo “ta tarde Lolita”, y ella se levantaba a prepararle el desayuno. Pero algún día le falló el reloj biológico al tío, y se levantó a las 2 de la madrugada, y la tía Lola cuando se dió cuenta de la hora lo regañó, y lo mandó a acostarse diciéndole que dejara dormir.
La tía Procesa le seguía en edad a la tía Maruja, y no tuvo mucha interacción con nosotros, pues inicialmente vivía en Chía, donde su esposo, el “Mono” Montañez, tenía un chircal, pero luego se trasladaron a Bogotá, cerca de la Calle 68 con Carrera 50. Allí iba su hermana Benedicta a visitarla, y algunas veces nos llevó. Cuando la tía enfermó de diabetes, las visitas fueron mas frecuentes, hasta el momento en que falleció. El apodo de su esposo era muy obvio por ser muy rubio y de ojos azules. Tuvieron seis hijos: Mercedes, Stella, Cecilia, Esteban, Gustavo, y “Pacho”.
El tío Hipólito (“Polo”) era el menor de los hermanos Cortés, y por consiguiente muy cercano en edad a la de sus sobrinos mayores. Tenía un temperamento alegre. Le gustaba ir a las fiestas de los pueblos, y tenía muy buena suerte en el juego. Son innumerables las anécdotas que hay acerca de él, especialmente de parte de sus sobrinos compañeros de andanzas. El tenía su casa también cerca de la de Abelardo, donde vivía con su esposa Leonor, y sus hijos mayores: Eduardo, Myriam, y Martha. Años mas tarde, viviendo ya en Bogotá, tuvo otra hija con Leonor que se llamó Cristina. No obstante su buena fortuna en el juego, no fue así en el amor, pues su matrimonio tuvo muchos altibajos, y sus hijos padecieron la separación temprana de sus padres, que terminó con la trágica desaparición del tío Polo a la edad de 40 años.
Desde mediados de los años 40s el tío Abelardo era ya empresario de éxito, y tenía sus propias minas de carbón (“Carboneras ABC”). Como económicamente le estaba yendo bién, compró dos lotes en Bogotá, en la calle 57 con carrera 8a, y comenzó a construir una casa en uno de ellos. Luego animó a Rafael y Benedicta a irse a vivir a esta ciudad, primero a una casa en arrendamiento, en la calle 68 con carrera 20. De allí no se conserva recuerdo alguno, ni siquiera del sitio exacto, y no se sabe si aún existe o no la casa. Además fue muy corta la estadía en ella; según parece, algo así como seis meses. En el segundo lote construiría años después un edificio de apartamentos.
Hacia el año 1950 el Abuelito se retiró de los Ferrocarriles, y se dedicó a ayudarle al tío Abelardo, principalmente manejándole su automóvil Oldsmobile verde. En esa época ya estaba para finalizar el litigio que habían iniciado años atrás para recuperar los terrenos que había heredado Benedicta, donde estaban localizadas las minas de carbón. Abelardo estaba terminando la casa que estaba construyendo en la calle 57. La casa era bastante grande y cómoda. Tenía dos pisos y manzarda (donde nos escondíamos); amplio garaje, donde inicialmente funcionó depósito de carbón, pues en esa época se cocinaba en la mayoría de las residencias, en estufas de carbón, y por lo tanto el carbón tenía mucha demanda.